Querría emprender una serie de artículos sobre honorarios profesionales de la abogacía, porque es un tema al que voy a dedicar bastante tiempo a partir de ahora y quiero ir dejando un registro de mis reflexiones al respecto.

Soy miembro de la Junta de Gobierno del Ilustre Colegio de Abogados del Señorío de Bizkaia, y uno de los responsables de su Comisión de Honorarios, así que soy consciente de que mis opiniones pueden estar sometidas a cierto escrutinio público y de que se me puede y debe exigir responsabilidad en mi gestión. Desde ese punto de vista, lo más prudente sería mantener silencio y no correr gratuitamente el riesgo de meter la pata en público.

No obstante, hay varias razones que me empujan a la exposición pública de esta cuestión. Haciéndolo, por supuesto, a modo de propuesta o invitación y a título meramente particular.

El de los honorarios es un elemento capital en nuestra profesión, como lo es por supuesto en cualquiera. Desde nuestra perspectiva, prestamos un servicio de asesoramiento y defensa que debe ser remunerado, de forma acorde al valor añadido que ofrece nuestro conocimiento y a la ventaja que brinda nuestra labor de prevención y resolución de los conflictos jurídicos. Desde la perspectiva de nuestros clientes, somos un coste, y un coste a tener en cuenta en las economías de cualquier escala, tanto –o sobre todo– en las domésticas, como en las de grandes cifras.

En materia de remuneración de los servicios legales, por tanto, las cosas deben estar muy claras, tanto para el que cobra como para el que paga.

Sin embargo, es un tema repleto de prejuicios. Como tal prejuicio hay que calificar la opinión, lamentablemente extendida, de que los abogados y abogadas somos muy caros y cobramos muy por encima de lo que merece lo que trabajamos. Más sangrante, aunque también común, es el prejuicio de que nuestra profesión nos permite un alto tren de vida y nos fundimos el dinero de nuestros clientes en coches y vacaciones carísimos.

Porque los abogados fallamos a la hora de explicar que nuestras minutas no están destinadas únicamente a remunerar nuestro trabajo intelectual (y el esfuerzo también físico que nos exige). Debemos explicar, porque muchas veces parece queva de suyo y que no cuesta, que somos profesionales liberales con enormes gastos para poder levantar la persiana: despachos, sueldos y seguros del personal administrativo, medios informáticos, archivos, fuentes de información, formación, papelería, mensajería, telefonía, los consumos habituales de agua, gas y electricidad, nuestras propias cotizaciones de Autónomos o Mutualidad, impuestos, seguros de responsabilidad civil, colegio, y un etcetera interminable.

Además de que no sólo trabajamos para mantener nuestra actividad y su coste, sino que el objetivo primordial es el de procurar nuestro sustento y el de nuestras familias. Y también en este punto fallamos a la hora de explicar que la inmensa mayoría de nuestra profesión está compuesta por abogados y abogadas que nos limitamos a ganarnos honestamente la vida, luchando como lucha cada autónomo, mes a mes, cliente a cliente, factura a factura, gasto a gasto, con el horizonte puesto en acabar el año sin más deudas que las de su comienzo.

Otra razón, quizá la principal, por la que creo que el debate respecto de los honorarios profesionales debe empezar a ser público es que, hasta ahora, precisamente, no lo ha sido. Ha sido un tema lleno de oscurantismo y tabú.

Probablemente porque, en esta sociedad llena de complejos en la que vivimos, hablar de dinero está mal visto. O bien parece algo impropio de personas decentes, o bien está llamado a despertar envidias. Sea la razón que sea, vivimos en un país en el que no es usual el reconocimiento de que el trabajo se ha de pagar, de que la contratación de servicios profesionales ha de ser adecuadamente remunerada (los dentistas siempre son caros, los taxistas alargan la carrera, los fontaneros cobran lo que les apetece, los talleres mecánicos abusan, los diseñadores gráficos pretenden cobrar por un simple logotipo, los creadores, por una mera idea que debería pertenecer al éter, etc.), y tampoco es usual, parece que da vergüenza, que un profesional honrado defienda con honestidad que el encargo que se le ha conferido le va a llevar, o le ha llevado ya, largas horas de estudio y trabajo, de preocupación y ocupación, de esfuerzo para conseguir dar el mejor servicio profesional posible, y que eso se ha de pagar.

Nos ocurre igual a los abogados. No nos atrevemos a hablar de dinero de buenas a primeras. Parece que el encargo de defensa que se nos confiere es algo que debemos prestar por nuestra vocación quijotesca, y que mencionar su coste es indigno de quien debería estar dispuesto a luchar contra gigantes, dando su vida si fuera menester, en defensa de su cliente-Dulcinea. Por eso ha sido tan usual la respuesta al cliente que pregunta “¿Y esto cuánto va a ser?”: “No se preocupe ahora de eso, primero lo importante es contestar a esa demanda, ya iremos viendo”.

Pero las cosas han de cambiar. Nuestros clientes tienen derecho a conocer un presupuesto estimativo del coste de nuestros servicios profesionales y es nuestra obligación deontológica proporcionárselo (Ver artículo 13.9.b) del Código Deontológico, así como el primer párrafo del artículo 15). Nosotros tenemos que cobrar por nuestro trabajo y procurar que no haya una hora que no sea adecuadamente remunerada. ¡Cuánto estudio, cuantas horas de arduo trabajo, cuántos escritos, reuniones, cuántas noches, regalamos a nuestros clientes!

Quiero apuntar un último motivo para sacar a la palestra la cuestión de los honorarios profesionales.

Hubo un tiempo en el que los Colegios de Abogados cumplimos una función de gremio proteccionista. En materia de honorarios, establecíamos unos mínimos por debajo de los cuales no era admisible minutar, y lo sancionábamos, para evitar que hubiera compañeros y compañeras que nos quitaran los clientes ofreciendo emolumentos más reducidos. Éste es el origen secular de los Baremos de Honorarios.

Yo no he conocido esa práctica en mi vida profesional. Hace décadas que los Colegios dejaron de sancionar la remuneración de servicios de abogacía por debajo de los mínimos aconsejados, y es que lo contrario sería darse de bruces contra la realidad. Pero, aun con todo, el Baremo ha seguido teniendo una función de criterio orientativo.

Por un lado, el Baremo ha continuado siendo la primera aproximación a una estimación de presupuesto de honorarios, o a un cálculo de factura, para vislumbrar qué es lo que podía ser entendido como honorarios adecuados a un encargo profesional. A partir de ahí, y dependiendo del cliente, de su capacidad de pago, de las características del encargo, del trabajo realizado y del resultado obtenido, se podía minutar por encima o, muy frecuentemente, por debajo, muy por debajo, del Baremo orientador.

Por otro lado, también para el cliente, que ante una factura aparentemente elevada podía expresar sus recelos, la existencia de un Baremo colegial garantizaba que su abogado no le estaba cobrando en exceso por encima de lo que el Colegio de Abogados recomendaba. O le podía llevar incluso a reconocer que su abogado le estaba minutando por debajo de ese mínimo recomendado, cosa que no le procuraba más que satisfacción.

Por último, también es cierto que faltamos a la verdad si no reconocemos que todavía quedan compañeros y compañeras que se sujetan habitualmente al Baremo a la hora de facturar a sus clientes.

Pues bien, todo esto es contrario a la Ley. En concreto, a la legislación de defensa de la libre competencia, que quiere e impone que los honorarios profesionales sean de libre determinación, en virtud de pacto caso a caso entre abogado y cliente, y que el coste de los servicios legales venga determinado por el juego de la libre competencia. Estamos en una jungla, no hay colegio ni organismo que regule la cuestión, y debemos cobrar por nuestro trabajo lo que el mercado -la ley de demanda y oferta- diga que podemos cobrar.

Cuando un compañero o compañera me escucha decir estas cosas, me apunta de inmediato que lo único que quiero es que los abogados cobremos menos. Y le respondo que no soy yo, que es el sistema el que quiere que el precio de los productos y servicios sea lo más ajustado posible. Que es el sistema el que procura que entre en una lucha abierta por el cliente, en la que ofrezca mis servicios de mejor calidad o de menor precio o, a ser posible, las dos cosas, características que definen la libre competencia y que, de manera empírica, sabemos que redundan en la mejora de los servicios y de los precios y, en suma, del progreso de nuestras sociedades y nuestra actividad económica.

También, lo creo profundamente, redunda en la mejora de las condiciones del ejercicio de la abogacía.

En definitiva, de todo esto se deriva que los Colegios de Abogados ya no podemos, no debemos, intervenir en materia de honorarios o precios de servicios profesionales. Ni siquiera de manera orientativa, ni recomendación, ni por consejo ni aproximación. La ley quiere que así sea, y este es el sentido de la reforma operada por la Ley Omnibus en la Ley de Colegios Profesionales.

Falta una cuestión, y va a ser un reto, que es el de las tasaciones de costas y las juras de cuentas. La misma reforma que prohibe a los Colegios intervención de ninguna clase en materia de honorarios profesionales, le ordena aprobar criterios orientativos a los efectos de tasaciones de costas y juras de cuentas. La reforma es coherente con la intervención de los Colegios de Abogados prevista en los artículos 246 y 35 de la LEC.

Los Colegios de Abogados hemos interiorizado perfecta, completa y absolutamente que se acabó aquella función gremial de control de honorarios profesionales, ni siquiera en sede de velada recomendación, que es lo poco que quedaba en los últimos tiempos. Lo que ahora abordamos es una cuestión distinta.

Se trata de las costas judiciales. De la sanción que recae sobre el que pierde un pleito, en orden a abonar los gastos, o al menos parte de ellos, en los que ha incurrido la parte contraria por haberse visto abocada a un proceso judicial para la resolución de un conflicto jurídico. Y, para esta profesión nuestra que consiste, en primer lugar y por encima de todo, en dar consejo jurídico, se trata de saber y poder prever cuál puede ser el monto de dichas costas judiciales. Entre otras cosas, por ejemplo, para que el cliente pueda decidir si aquello a lo que cree tener derecho puede ser defendible en juicio o, visto su eventual coste, debe solucionarse de alguna otra forma extrajudicial.

Pues bien, aquí es donde deben entrar los Colegios de Abogados, por mandato legal, a publicar unos criterios orientativos que sirvan de regulación para la determinación de los honorarios profesionales en procesos de tasación de costas y jura de cuentas.

No descubro América si opino que esta cuestión de las costas judiciales, por su propia naturaleza de coste legal, debe responder a unos principios de objetividad, racionalidad, previsibilidad, transparencia, publicidad y, en definitiva, a un principio que los engloba a todos: la seguridad jurídica.

También tengo claro que se trata de un concepto, un ámbito, distinto al de la determinación de los honorarios profesionales para la contratación de servicios legales. Aquí estamos hablando de qué es lo que debemos resarcir al contrario, como parte de lo que le ha costado litigar, si perdemos el juicio. Hablamos de un concepto indemnizatorio, y no de un concepto que influya en el proceso de contratación de un profesional jurídico. Esta cuestión de la tasación de costas no influye en la libre competencia, en la elección de un abogado respecto de otro, ni en la contratación de sus servicios profesionales.

Muy al contrario, si establecemos criterios orientativos caracterizados por la objetividad y la seguridad jurídica, el concepto será neutro a los efectos de la libre competencia y la libre elección de abogado.

Pues bien, este es el reto y la labor que emprendemos a partir de ahora. Pensar, elaborar, diseñar unos criterios orientativos que sirvan para la determinación de los honorarios profesionales en procesos de tasación de costas.

Y todas las que he apuntado, son las razones por las que entiendo que este debate se ha de llevar a cabo de forma pública y con la mayor participación posible. Tengo un blog que no lee nadie, pero tampoco tengo otro foro más visible en el que lanzar el debate, así que lo hago aquí, en la confianza de que prenda en otros blogs y foros y contribuya a que vayamos hablando de estos temas que son, y no nos debe dar vergüenza decirlo, nuestros dineros. Estáis todos y todas invitados a comentar lo que os parezca más oportuno.